El Evangelio de hoy es muy breve… y sin embargo, está lleno de significado. Jesús está a punto de despedirse de sus discípulos, y el ambiente es de tristeza, de incertidumbre. ¿Quién de nosotros no ha sentido lo mismo al despedir a alguien que ama? Todos sabemos lo difícil que es decir adiós. Siempre quisiéramos más tiempo con quienes nos hacen bien.
Pero Jesús, que conoce nuestro corazón, no deja a los suyos en la tristeza. Les anuncia una promesa: cuando Él se vaya, vendrá Otro, el Consolador, el Espíritu Santo, Dios mismo, que habitará en nosotros.
Esto es algo grande, hermanos. Estar con Jesús fue algo cercano y tangible: podían verlo, tocarlo, caminar con Él. Porque aunque era Dios, también era humano como nosotros. Sentía, reía, lloraba, tenía amigos, familia… Pero ahora, lo que viene, no se ve con los ojos ni se toca con las manos. Se siente en el corazón, se entiende en la mente, y se vive en las obras.
Jesús nos dice que el Espíritu Santo vendrá a convencer al mundo de tres cosas: el pecado, la justicia y el juicio. Y aquí, tal vez, nos empieza a entrar un poco de miedo… porque el Consolador no llega como un visitante externo. Llega para habitar en nuestro interior, en lo más profundo de cada uno de nosotros. Y desde ahí, actúa.
El Espíritu Santo se ocupa del pecado, pero no para juzgar desde fuera, sino para iluminar desde dentro. ¿Quién de nosotros no ha sentido esa voz interior que nos dice: “Esto que estás haciendo no está bien”? Esa es la acción del Espíritu. Nos revela la verdad sobre nosotros mismos. Nos ayuda a ver el daño que podemos causar —a veces sin querer, a veces sabiendo muy bien lo que hacemos— y nos invita a cambiar.
También se ocupa de la justicia. No la justicia humana, imperfecta, sino la que nace del corazón recto. Porque el Espíritu nos enseña a ser justos con los demás, a vivir con equidad, con compasión, con honestidad. Cuando actuamos con justicia, nos vamos acercando a la santidad.
Y por último, el Espíritu nos habla del juicio. Porque el mal ya ha sido vencido, el demonio ya está derrotado. Ahora, lo que está en juego es nuestra respuesta. ¿Qué haremos con lo que sabemos? ¿Qué decisiones tomaremos sabiendo cómo se vive el bien? ¿Cómo daremos cuenta de nuestras acciones?
Hermanos, la venida del Espíritu Santo marca un nuevo momento en nuestra fe: el paso de la presencia externa de Jesús a la presencia interior de Dios en nosotros. Es el paso de la infancia espiritual a la madurez. No significa que ya lo sepamos todo. Al contrario, aún estamos aprendiendo. Pero ahora tenemos una guía dentro de nosotros, un maestro silencioso que nos orienta, nos consuela, nos impulsa a actuar.
Escuchémoslo. Abramos el corazón a su presencia. Y sobre todo, dejémonos transformar por Él.
Que el Espíritu Santo nos haga reconocer el pecado, buscar la justicia y vivir con la esperanza del juicio misericordioso de Dios. Amén.